Cuando la fiebre arrecia y casi se está a punto de perder la consciencia, el amor se convierte en el último reducto en el que uno se parapeta. Dios, la familia, los amigos, todo eso adquiere una relevancia especial y cada detalle de cariño, de afecto, de preocupación se transforma, para el enfermo, en algo extraordinario, en un acicate vital, en un impulso para seguir luchando a pesar de la extrema debilidad. Entre las muchas lecciones que podemos sacar de esta pandemia hay una muy clara: siempre es posible hacer algo por los demás.

Tratándose de mi caso, muchos han hecho mucho. Durante estas semanas de ausencia forzosa, he sentido el cariño, la preocupación, el afecto y, sobre todo, las oraciones de cientos de personas con las que he adquirido una deuda impagable. Familia, amigos, alumnos, conocidos, en lugares tan distantes y distintos como Brasil y Polonia, Washington y Pamplona, Chaclacayo o Madrid, todos han estado muy pendientes de mí y de toda mi familia, escribiendo, llamando, preguntando, rezando. De todo corazón, gracias. Se trata de una deuda feliz que estoy encantado de contraer. Incluso ahora respondo emocionado los mensajes que continúan llegando a casa. Gracias, de verdad.

Hay mucha gente a la que podemos ayudar. Existen miles de peruanos que sufren en este momento, abandonados a su suerte, sin apoyo, sin una palabra de aliento, olvidados por el sistema y por los que, en teoría, tendrían que velar por ellos. Urge tenderles la mano, es imprescindible hacer algo concreto y no acostumbrarnos a la indiferencia. Tenemos que movilizarnos para ayudar a los demás ahora cuando es más necesario. Solo así, luchando por nuestro prójimo, sacaremos adelante al Perú.