En el 2020, un Congreso y un Ejecutivo distintos a los que teníamos en el 2016 se mantienen enfrentados en la misma guerra de desgaste. Nuestras instituciones políticas han cambiado de caras, pero acarrean los mismos problemas. ¿Por qué?
No basta con caras frescas y buenas intenciones. Para que nuestra democracia prospere, no solo tenemos que exigir más de los candidatos y escoger mejor, sino que, una vez en el poder, aquellos elegidos deben asumir la tarea de transigir con quienes piensan distinto para alcanzar objetivos comunes en beneficio del país.
Hoy, esa falta de conciliación que tanto echamos de menos es la que subvierte la institucionalidad del país. Hace mucho que nuestra clase política no logra combinar sus ideales diferentes para construir algo más grande.
Todos los políticos que hoy le están haciendo daño al país, -por contrarias que sean sus posiciones-, se autoproclaman demócratas. Y probablemente todos quieren lo mejor para el país. Pero lo mejor para el país es algo subjetivo, y todos lo piensan en términos distintos; unos en términos moralistas porque no quieren a un presidente que consideran corrupto en el poder. Otros lo piensan en términos prácticos, porque una vacancia presidencial a estas alturas del partido sería caótica para el país. Hay quienes lo piensan en términos legales, porque el presidente no es corrupto hasta que haya un juez que así lo sentencie.
Sin embargo, la incapacidad de armonizar intereses que nuestra clase política viene exhibiendo hace 4 años hace que cada par de meses desemboquemos en el peor escenario posible, tal como ayer.
Pensando en el futuro gobierno, indistintamente de quiénes lo integren, es indispensable hacer un pedido para que se sienten las bases de una institucionalidad fundada en el respeto mutuo. La guerra de desgaste entre el Ejecutivo y el Legislativo ya ha erosionado suficiente potencial a nuestro país y a su incipiente democracia.