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Hace un año, exactamente, Trujillo era sitiado por la naturaleza. Los límites de la ciudad variaron de un chubasco a otro. Por el norte, con la quebrada El León de Huanchaco; por el sur, con la caída del puente en Virú; por el este, con la quebrada San Ildefonso de El Porvenir y San Carlos de Laredo; y por el oeste, con los huaicos empozados en Buenos Aires.

Literalmente, la Ciudad de la Eterna Primavera estaba desconectada con el país. No había lugar por donde los huaicos no hubieran hecho daño. Mismo Chan Chan, todo era de barro. Para variar, las enfermedades despertaron la pesadilla: el dengue, la chikungunya, el zika y otros males. “Son como las siete plagas”, afirmó monseñor Miguel Cabrejos.

La verdad es que si se cortaba la energía eléctrica esto hubiera sido un pandemonio. Las calles iban en cualquier sentido y sin mascarilla ni colirio era como ir a una guerra con tenedor. Trujillo no era Trujillo: era una ciudad en orfandad y sus ocupantes, unos zombis sin sombra, voz ni destino.

Quisiera escribir como en los cuentos donde en color magenta aparece Trujillo hace un año y luego en el presente se colorea el paisaje. No. No se puede ni se intenta fantasear, porque quienes debieron pintar la ciudad color esperanza -como cantaba Diego Torres- solo utilizaron carboncillo en papel manteca.

Tampoco es que no se pueda vivir aquí. Se puede, pero se reniega frente a la desidia de sus autoridades. Para que sepan cómo reaccionaron en Trujillo tras El Niño costero: las obras de rehabilitación en las calles, que son una especie de maquillaje trasnochado, solo llegaron porque estaba prevista la llegada del papa Francisco.

Eso sí, hay que rescatar que, en una provincia tan apacible y santurrona, la población dejó de persignarse mirando al cielo para poner manos a la obra y salir adelante. Aunque esto no es suficiente, espero que este año por fin sea el de la reconstrucción.