La crisis a todo nivel que vive Chile no tiene fin. El presidente Sebastián Piñera ha cedido todo. Solo le falta despojarse de su propia alma, sin que sea una garantía de que pierda su investidura. Desde que estalló la convulsión social, las complejidades en Chile han ido de menos a más mostrando un país en el clímax de la barbarie. La destrucción de la estima nacional está acabando a los chilenos, consumidos por las protestas. De incendiar estaciones del metro, autobuses, edificios gubernamentales, supermercados, etc., ahora prenden llamas a iglesias, universidades, colegios, museos, bibliotecas, embajadas, recintos castrenses o de carabineros, etc. El gobierno ha perdido autoridad, respeto y confianza, y los que aplauden esta penosa realidad son los radicales de la izquierda chilena, que han hecho el vil juramento de ver caído a un presidente democrático por el solo hecho de ser de derecha, como si fuera responsable de los 30 años de la vida socioeconómica del país en la que, más bien, los gobernantes socialistas fueron la mayoría: Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet. Pero eso mezquinamente no cuenta y la única verdad es que Piñera y su famélico gobierno del Palacio de La Moneda se sostienen solo porque los militares, herederos del conservadurismo pinochetista, hasta ahora no han bajado el dedo al acaudalado mandatario derechista.
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