En la que debe ser la elección más reñida y polarizante de la historia, el país vive un momento crítico, nunca antes visto. Desde mi generación, hemos enfrentado crisis sociales y políticas, algunas con muertes como las recientes de 2019, e interrupciones de gobierno como los de PPK y Martín Vizcarra, pero antes también hemos convivido con la convulsión y la barbarie.
El terrorismo de los 80, el primer deplorable gobierno de Alan García y la caída de Alberto Fujimori son notorios en los últimos 50 años. ¿Faltaba más? Sí, claro, una pandemia letal y una elección sospechosamente reñida entre dos fuerzas ideológicamente opuestas. El país aguarda unos resultados cruciales que algunos quieren precipitar peligrosamente, incluyendo a los adeptos de Perú Libre y al propio Pedro Castillo pero aún no hay un ganador.
Lo que hay son actas sospechosas, cifras confusas y procedimientos irregulares en zonas en las que no había supervisión y, oh sorpresa, tenían el predominio político las huestes de Vladimir Cerrón. No es este el mapa de un fraude fraguado desde entes electorales tomados por el chavismo, es algo más sutil que el JNE está constitucionalmente obligado a dilucidar. Su rol es clave, fundamental, histórico porque tiene la misión de dar al verdadero ganador, que nace de la legitimidad que sin dudas ni trampas otorga cada voto surgido de las urnas, emanados de la verdad. Porque la verdad siempre sale a la luz. La verdad a la que los obliga la Carta Magna, la verdad suprema y no basada en absurdos reglamentarismos.
El esfuerzo del ente electoral esta vez debe ser doble porque tendrá que dar un triunfador que no deje un ápice de duda y si para ello es necesario volver a contar cada voto, habrá que hacerlo. Esa será la única forma de que el 50% menos uno acepte el triunfo del 50% más uno. Será necesario algo más que paciencia, sin que importe el tiempo, y contar hasta el último voto.