A inicios del siglo pasado se desarrolló el movimiento indigenista de reivindicación del “indio”, de sus tradiciones y cultura, encabezado por Luis E. Valcárcel, José María Arguedas, etc.; mientras otros defendían la conquista, la colonia, y sus aportes como la religión y el idioma. La versión “racista”, desarrollada por Enrique López Albújar en su artículo “Sobre la psicología del indio”, decía que “el indio estima a su yunta más que a su mujer y a sus carneros más que a sus hijos” (Revista Amauta diciembre de 1926). Dentro del mismo corte “racista”, el diputado José Ángel Escalante afirmaba que “todos los hibridismos y los mestizajes han maculado la contextura racial del Perú” (La Prensa, 3 de febrero de 1927). Ambos puntos expresan lo que históricamente ha sido la división absurda entre blancos ricos-costa y cobrizos pobres-sierra. Décadas después, Matos Mar en su obra “El desborde popular y crisis del Estado” (1984-2004), nos instruye sobre un Estado ausente, lo que fomenta la migración del campo a la ciudad que se caracterizan por el desorden e informalidad. Dicha obra muestra una dualidad donde se fusionan usos y costumbres, lo que da un avance en la superación de esa división étnica y cultural.
No obstante, los hacedores de Castillo, con su campaña los “nadies”, revivieron el racismo y Antauro apela a lo mismo y llama a “la reunificación de las poblaciones de estirpe cobriza, demográficamente hegemónicas pero político-culturalmente subyugadas”. Ante esto es necesario dar un mensaje de unidad y esperanza y hacer partícipes de la riqueza a los que viven en zonas de influencia de nuestros recursos naturales, formalizar, sanear y titular.