Los peruanos hemos vuelto a sacar las garras contra Chile. Esta vez, el motivo es la prohibición de que el pisco peruano se llame pisco en el Concurso de Bruselas, debido a que la legislación chilena impide la entrada de nuestra bebida bandera bajo ese nombre.

Más allá de lo absolutamente reprochable e injusto de la situación, la reacción colectiva de los peruanos no ha sido precisamente proporcional. Porque una cosa es reclamar, con todo derecho, por este hecho, y otra muy distinta es caer en chauvinismo y xenofobia feroces.

Y es que si no es el pisco, es el suspiro a la limeña; y si no es el suspiro, es el Huáscar. O la Guerra del Pacífico.

Que no se me malinterprete: nuestros reclamos pueden ser válidos, pero lo cierto es que, entre tanta patriotería, pasa desapercibida una innegable y beneficiosa hermandad.

Para comenzar, la colonia más grande en el país mapuche es la peruana: más de 100 mil compatriotas viven en Chile. Además, nuestra relación comercial es sumamente provechosa para ambos: en Chile existen inversiones peruanas por aproximadamente $1000 millones, y las chilenas en nuestro país superan los $13,000 millones. Todo esto además de participar -junto a Colombia y México- en la Alianza del Pacífico.

Finalmente, hay un dato que podría bajarnos la temperatura e, incluso, sacarnos una sonrisa burlona: el primer importador de nuestro pisco es Chile, aunque entre como “aguardiente de uva”. Parece que a los chilenos les gusta bastante el pisco peruano, ¿no?