Han trascurrido cinco meses desde la declaratoria de emergencia sanitaria por la pandemia del coronavirus. Tras 166 días del primer contagio, nos acercamos a los 600 mil casos y alrededor de 26 mil 500 fallecidos, mientras que el domingo 16 de agosto superamos los 10 mil positivos en un día. Ocupamos uno de los primeros lugares del mundo de muertes e infectados por millón de habitantes.

Hemos sufrido una de las cuarentenas más duras y prolongadas sin la que, efectivamente, tendríamos varias veces más de fallecidos y afectados.

Pero los graves errores se siguen cometiendo, como el no derogar la norma que exige 99% de pureza para uso de oxígeno medicinal, la compra de implementos médicos a destiempo y con graves actos de corrupción, el no haber implementado plantas de oxígeno en todas las regiones y en las ciudades grandes, el no tener una adecuada atención primaria, y mantener insuficientes camas hospitalarias y UCI, entre otros muchos.

Nuestros problemas lo son por carencias, con un sistema de salud pública fragmentado e insuficiente al que no todos pueden acceder, aunque la vida y la salud sean derechos constitucionales y de toda la población.

La seguridad social, la atención médica, la educación, el saneamiento y el trabajo digno son derechos que el Estado está en la obligación de proporcionar, como mecanismos de igualdad, más allá de la capacidad de pago del ciudadano.

Surgimos a la vida republicana sin librarnos de la desigualdad y el racismo que aún hoy perviven, y la pandemia los muestra en toda su crudeza. Nuestra Constitución, liberal y republicana, no es considerada en las políticas de Estado. Debemos cambiar ese concepto erróneo de “nueva normalidad”

Como país somos una promesa y una ilusión, la que soñaron Basadre, Mariátegui y Haya de la Torre. Avancemos en hacerla realidad, superando carencias y errores.

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