El aumento de impuestos anunciado esta semana por el ministro de Economía es un adelanto de un guion predecible. Las ofertas electorales de la última presidencial hacía imperativo financiar a corto plazo el shock reactivador imprescindible que sobre vendría a la pandemia. Las alternativas más realistas eran aumentar los impuestos o el endeudamiento o ambos.
La tercera opción, el financiamiento por emisión monetaria, no necesitaba activarse ahora que hay recursos y puertas abiertas afuera. Pero eventualmente, estaba como alternativa de última instancia. El gobierno optó por el alza tributaria, pero no le va a alcanzar. En poco tiempo va a tener que volver a incrementarlos o a cobrarles a quienes hoy deja pasar. Cuando esto ya no alcance, apelará al endeudamiento externo, aprovechando el grado de inversión que hasta ahora retiene a duras penas el Perú.
Un timing complicado, si se tiene en cuenta que el apalancamiento sobre el crecimiento que genera la reactivación inducida de esta manera, solo funciona si la inversión privada responde con rapidez. En otras palabras, si la idea era “revivir al muerto” –con el shock de gasto público–para inmediatamente meterle vitaminas, carbohidratos y proteínas –con la respuesta positiva de la inversión privada– todo caminaba bien. Porque pronto se podrían rebajar los impuestos o repagar deuda externa y todo volvería al nivel de 2019. Digamos que en 2021-22 se estabilizaba y a partir de 2013 se relanzaba el crecimiento.
Pero ahora hay un problema, intrínseco a este gobierno: los empresarios no le creen al presidente y la inversión privada se espanta con su muy acalorada reminiscencia frecuente a la nacionalización- estatización del gas de Camisea. Y muy especialmente, se aterroriza con la obsesión presidencial del cambio de Constitución. Mientras estos temas sigan en agenda de gobierno, cualquier reforma tributaria o política de endeudamiento va a dejar al país empantanado en la recesión más pronto que tarde.