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Uno. La crisis nunca es repentina. Siempre es la consecuencia fáctica de un proceso lentamente larvado, en el que intervienen distintas variables que generan tensiones complejas. La crisis siempre estalla a partir de la actuación de una ideología política concreta. Detrás del enfrentamiento entre el Poder Ejecutivo y el Congreso no solo hubo intereses partidistas o particulares. También colisionaron ideas sobre el “deber ser” de la República peruana. Este enfrentamiento ideológico irá cuajando conforme avance el tiempo y se consoliden nuevas alianzas, pero nadie con cierto grado de objetividad puede negar que las izquierdas han logrado una gran victoria basada, más que en sus aciertos, en el voluntarismo ingenuo de la oposición. No se pelean guerras sin caballería ni fuerzas de reserva. Y en toda batalla final asoma un Efialtes que se derrumba sin dar explicación.

Dos. Lo que sucede en Cataluña debería hacernos reflexionar sobre el modelo de Estado que buscamos construir en el Perú. Las autonomías españolas han generado una burocracia profesional que triplica funciones en sus niveles nacional, autonómico y local. Toda la teoría del "patriotismo constitucional” defendida por los liberales y sus aliados conservadores se desmorona frente al adoctrinamiento político-nacionalista, el cual, aunque vinculado al liberalismo clásico y a su proyecto educativo, trasciende la libertad personal y se hunde en la psique colectiva. A este peligroso cóctel hemos de añadir la pólvora de la ideología globalista (¡vaya paradoja!), que mezclada con el nacionalismo progresista ha producido el incendio de Cataluña. Observemos atentamente, porque todo eso llegará al Perú tarde o temprano.

Tres. Confiemos en la auctoritas de los hombres del Derecho. No todos se venden al poder de turno.