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Toda reforma unilateral de arriba hacia abajo que no toma en cuenta el escenario y los actores está condenada al fracaso. Desde el punto de vista de la gestión pública, la evidencia es sólida. Pero también desde el sentido común. Pensemos en lo que decía Víctor Andrés Belaunde apelando al realismo cristiano: el anatopismo es perjudicial y voluntarista. En efecto, el anatopismo (aplicar al Perú recetas foráneas sin pasarlas por la criba de la realidad) parece primar en este nuevo intento de reforma política. Queremos construir un país perfecto basándonos en las teorías de laboratorio de la izquierda global. Esto, como es natural, no tiene ningún asidero en nuestra realidad. Estamos condenando a la reforma a ser reformada tarde o temprano.

El prurito de la ingeniería social es una constante en el pensamiento izquierdista. Los intelectuales son expertos en proponer soluciones colectivas siendo ellos mismos incapaces de modelar sus propias existencias. Vamos, no pueden con sus biografías y quieren hacer historia. El voluntarismo utópico de los intelectuales reformistas se traduce en la ingeniería social. Y esta ingeniería social, al ser aplicada, deviene en un autoritarismo de pensamiento único. De allí el apotegma marxista: o cambio o reacción. La ingeniería social es profundamente revolucionaria. Oponerse a ella implica marchar contra la historia. Esta visión maniquea se plasma en un ambiente político leviatánico donde cualquier oposición debe ser eliminada. Así, para los ingenieros ideológicos la reforma se impone apenas se propone. O respetas la esencia o cierro el Congreso.

La ingeniería social está condenada al fracaso. El problema es que los países sometidos a una ideología maniquea tardan mucho en recuperarse. Por eso caminamos a un Bicentenario del odio.