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La semana que pasó, el Congreso debió levantar la inmunidad parlamentaria a los congresistas Moisés Mamani, imputado por tocamientos indebidos, y al general EP (r) Edwin Donayre, sentenciado por robo de gasolina al Estado y solicitado por el Poder Judicial para que cumpla su condena. La Comisión de Levantamiento se pronunció afirmativamente sobre el primero, pero mantuvo la dilación respecto del segundo. En el primer caso se trata de inmunidad de proceso, en el segundo de inmunidad de arresto. Se pidió opinión a la Comisión de Constitución que deberá pronunciarse, de forma no vinculante, este lunes y luego corresponderá al pleno decidir, a pesar de que Fuerza Popular buscará proteger sus votos decrecientes manteniendo al sentenciado en el Congreso.

El costo de la sobreprotección a Donayre es altísimo.

Si bien, la inmunidad parlamentaria es una práctica constitucional, no hay que olvidar que es cuestionada en el mundo como obsoleta e inadecuada en el Estado Democrático de Derecho, ya que vulnera el Principio a la igualdad y el Derecho a la tutela judicial efectiva.

En momentos de crisis de valores morales, la civilización occidental se ve amenazada por el flagelo universal de la corrupción en la vida política y en la privada. En el político y en el ciudadano. En el administrador y en el administrado. Vemos el clamor generalizado de desterrar la corrupción, pero hay falsos luchadores que gritan mientras la protegen conspirando contra la convivencia más elemental. En el ámbito público y en el privado debe regir la misma ética con base en la dignidad humana. Porque el hombre o mujer públicos no son de naturaleza distinta, aunque a veces los políticos lo crean.

La inmunidad parlamentaria reviste un significado singular, pero peligroso cuando vemos que desborda sus límites generando sensación de impunidad, de complicidad de sus pares, sin respeto a la Ley y a las buenas costumbres.