Lo sucedido el pasado 17 de mayo en el Congreso de la República con la elección del nuevo defensor del Pueblo demuestra, una vez más, la carestía de escrúpulos en el desempeño funcional de los actuales parlamentarios. No les interesa para nada preservar la jerarquía de una institución creada para tutelar los derechos fundamentales de las personas y supervisar el correcto desempeño de las entidades que componen el conglomerado de la administración pública. Han ultrajado vilmente la majestad de la Defensoría invistiendo a un personaje sinuoso, de pasado humalista, presente cerronista y de misérrimas credenciales profesionales, lo que desacredita plenamente su perfil técnico para este cargo.

Esta vez salió a la palestra una impensada alianza fujiperulibrista, donde con seguridad se impusieron repugnantes negociados bajo la mesa y compromisos para que, en un futuro inmediato, se garantice la impunidad de estos individuos ante posibles problemas legales, teniendo en cuenta que el Defensor preside la comisión especial para elegir a los miembros de la Junta Nacional de Justicia, la misma que es la encargada de nombrar a jueces y fiscales. Es decir, “casi nada”.

Quienes dirigieron la Defensoría del Pueblo han sido peruanos notables, impolutos moralmente y con sólido respaldo académico. Entre ellos destacan Jorge Santistevan de Noriega, Beatriz Merino y Walter Gutiérrez Camacho; hasta llegar con mucha frustración y lamento a la designación del cuestionado Josué Gutiérrez, lo cual podría significar la involución y el comienzo degradativo de una de las instituciones más relevantes del país. Esto es consecuencia del tránsito errático y gamberro de quienes nos representan en el primer poder del Estado, convertido en estos últimos lustros en un pestilente cuchitril.