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La indignación de estos días por la niña Jimena, brutalizada por un ser vivo que poco tiene de humano, me recuerda a Romina, niña baleada por otra bestia. ¿Qué hicimos desde el martirologio de Romina y su posterior muerte? Nada. Nos indignamos, nos golpeamos el pecho; pero pasamos la página y seguimos con nuestras vidas. Hoy nadie habla de ella. La olvidamos, como olvidaremos a Jimena; aunque llore un Gabinete de Ministros entero y sin importar cuántas marchas se organicen. Seamos sinceros: nuestra desidia y falta de coraje hace años instaló la pena de muerte en el Perú. Solo que los ejecutados son las víctimas de la insania de seres que nunca debieron nacer. Seres protegidos por todas las convenciones de derechos humanos que, por supuesto, no protegen a niñas como Jimena y Romina. ¿De qué cambios hablamos si seguimos desprotegiendo a nuestros niños? ¿De qué Estado hablamos si la calle es tierra de nadie y es una ruleta rusa cada día que salen nuestros hijos a la calle? ¿De qué Estado de Derecho nos ufanamos si las leyes solo protegen a los delincuentes y a los criminales? Ya es necesario que la paciencia -o, mejor dicho, la indolencia y la cobardía- se acaben. Y que alguien solucione esto de una vez por todas. Quizá no deba ser un solo hombre o una sola mujer. Tal vez ese alguien deba tener muchos rostros y muchos corazones y muchas agallas. Si una causa es justa, y de genuino interés nacional, es esta. Pongámosle un pare a esto. Al menos, por algo de vergüenza, como pidiendo perdón a Jimena y a Romina, y a las que -por desgracia- hubo y habrá todavía. Se lo debemos a ellas. Debemos extremar las leyes hasta donde debamos hacerlo. Si es preciso que lo llevemos a referéndum, que así sea; porque la democracia debe funcionar. Ya no necesitamos indignados de Facebook o de calles y plazas, sino soluciones concretas que sirvan de algo.

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