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A 18 días de las elecciones, el caso de Joaquín Ramírez puede hacerle un daño grave a la candidatura de Keiko Fujimori. No tanto por los indicios de desbalance patrimonial que ostenta el secretario general de Fuerza Popular, que los tiene; las sospechas de lavado de activos, que las hay; y sus probables vínculos con personajes asociados al narcotráfico, que podrían confirmarse, sino por la incomprensible respuesta que ha devenido de la cúpula del partido y de la propia lideresa ante la denuncia de Cuarto Poder y Univisión.

Por mucho menos que eso, un exabrupto de Kenji, una payasada futurista, un forcejeo por cuotas de poder, el partido naranja convocó una mañana al CEN de urgencia y por la tarde puso al menor de los Fujimori al borde de la expulsión si insistía con sus excesos de protagonismo.

Lo del lunes, en cambio, en el fastuoso local de Bucaré 559, de propiedad de Ramírez, lo de FP ha sido como darle un tas tas a “Caracol” por el prontuario de muertes y crímenes que tiene en el Callao. ¿Y la separación de Ramírez de la Secretaría General hasta que el tema no se aclare ? ¿Y la orden de que el CEN lo quiere sin inmunidad para que se someta a la justicia? ¿Y la decisión de no usar los bienes que ha prestado a la campaña y devolverle lo que aportó al partido?

Más allá de las falencias que muestra el informe -una edición de imágenes impropia que omite, precisamente, la consulta vital, es decir, si Ramírez es investigado- el blindaje de Keiko, y del partido, no tiene explicación y es la señal más elocuente de que algo huele mal en este bufete de empresas diseminadas, mansiones prodigiosas y departamentos en las zonas top de Miami. Algo huele mal y no es desde ahora, sino de los tiempos aquellos en que Ramírez dejó de ser un entusiasta cobrador de combi y se convirtió, nadie sabe cómo, en el intocable dirigente político del partido más cuestionado de la historia.