Ha partido Johan Cruyff. El sensacional 14 de la “Naranja Mecánica” del 74. Revolucionario tanto como contestatario. No me resigno a decir que ha muerto. Porque los próceres como él deben vivir siempre en el corazón de los ciudadanos de la nación fútbol. Simplemente tienen prohibido dejar de vivir.

Jugó y vivió como se debe, es decir, como le dio la gana, pero actuando a gran altura, sin pedir ni dar tregua. Fue el primer “sucesor de Pelé” que luego de 1970 cada tanto tiempo se estilaba “descubrir”, como luego la moda fue buscar al sucesor de Maradona. Sin duda el holandés está en la pléyade de las estrellas más brillantes del firmamento futbolístico.

Tan grande fue que en tiempos en que no había internet, ni se reproducían las noticias en tiempo real, la fama de Cruyff ya era mundial desde sus comienzos en el poderoso Ajax, cuando dominaba Europa. Por eso llegó al Mundial de 1974 en la entonces Alemania Federal premunido de un gran cartel. No decepcionó. Cruyff solo jugó un mundial -ese de Alemania- y no lo ganó. Pero fue la estrella ineludible de ese certamen, superando incluso al mítico Franz Beckenbauer, con quien disputó esa épica final de Múnich el 7 de julio de 1974.

Para los más jóvenes, puede ser solo un viejo futbolista famoso. Merecería más minutos en TV hoy mismo, muchos más que los dedicados a Ronaldo o Messi. Pero su legado está más presente que nunca. Aunque no lo sepan. Inventó el nuevo fútbol, el “fútbol total”, los jugadores polifuncionales y el ataque y defensa no con líneas sino con todo el equipo. Él fundó al Barza actual: como jugador, compartiendo con nuestro querido Cholo Sotil tiempos de gloria, y más adelante como entrenador.

Ganador en todo. Partió prematuramente en sus 60s. Con él, ha partido una parte de mi adolescencia. Uno se va yendo también de a pocos con sus ídolos de toda la vida. Gracias, “Holandés Volador”. Si Wagner vivía cien años después, te dedicaba su ópera a ti.

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