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El próximo domingo, 18 de noviembre, la Iglesia celebrará la II Jornada Mundial de los Pobres, instituida por el papa Francisco con la finalidad de ayudarnos a tomar conciencia de la situación de pobreza que aflige a un elevado porcentaje de la población mundial y de aquello que, como cristianos, podemos hacer por ellos. Ya al comenzar el nuevo milenio, el papa Juan Pablo II denunció las contradicciones del mundo que ofrece a pocos afortunados grandes posibilidades y condena a cientos de millones de personas a vivir en condiciones muy por debajo del mínimo requerido por la dignidad humana. Como escribió el mismo papa, al hambre, la falta de acceso a la educación y asistencia médica más elemental, en nuestros días se han añadido las nuevas pobrezas, que afectan a personas que pueden no carecer de recursos económicos, pero sufren por la pérdida de sentido de la vida, la esclavitud de los vicios, el abandono en la ancianidad, la marginación o la discriminación social (cfr. NMI, 50).

Ante la mentalidad globalizada que pone la riqueza como primer objetivo y hace que cada uno se preocupe excesivamente por sí mismo y se olvide de los demás, con motivo de la jornada que celebraremos el próximo domingo el papa Francisco nos recuerda que en los pobres hay una presencia real de Jesucristo entre nosotros y, por tanto, a diferencia del mundo que los desecha, los cristianos estamos llamados a honrarlos y darles precedencia (cfr. Mensaje, 7-8). Los pobres, nos dice, necesitan nuestra “atención amante”, “la mano tendida que acoge, protege y hace posible experimentar la amistad”. Necesitan de alguien que se les acerque, les haga presente el amor de Dios y los lleve al encuentro de Jesús. “Este modo de obrar permite que el pecado sea perdonado, que la justicia recorra su camino y que, cuando seamos nosotros los que gritemos al Señor, entonces Él nos responderá y dirá: ¡Aquí estoy!” (Mensaje, 5).