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Soy un fanático del mítico Pedro Infante. Como a él, que murió sin proponérselo a los 40 años en un accidente aéreo, México hoy llora la inesperada partida del “Divo de Juárez”, Juan Gabriel (66). Los grandes se van cuando menos lo imaginamos, y eso, aunque puede parecer duro decirlo, los hace más rápido leyendas. La tierra azteca, partera de infinidad de artistas de todas las tallas, ha sido exquisita para decidir quién sí y quién no llega al umbral de ídolo. Como el mayor ranchero y bolerista de los años 40 y 50 que fue Infante -apareció en la plenitud de la edad de oro del cine mexicano, que coadyuvó a formar la identidad cultural en el país-, Alberto Aguilera Valadez, su nombre de pila, hace rato que fue incorporado en la galería de los grandes entre los grandes de México. Hoy, la noticia internacional está focalizada en su fallecimiento y hasta las redes sociales por varias horas dejaron los sucesos en Brasil por el destino de Dilma Rousseff y el alto el fuego definitivo anunciado por el gobierno de Juan Manuel Santos y el líder de las FARC, Timoleón Jiménez “Timochenko”, y hasta el alicaído presidente Enrique Peña Nieto, lamentando su partida, como era previsible, ha ofrecido el histórico Palacio de Bellas Artes del D.F. para que sea velado el célebre cantautor. Su salto artístico cualitativo fue en los años ochenta, en plena Guerra Fría y en una de las peores épocas económicas para México, gobernado por el PRI de López Portillo y Miguel de la Madrid, y también para América Latina, pero igual Juan Gabriel le cantó con denuedo al amor y a las mujeres y de estas a las madrecitas, especialmente a las más pobres, aquellas que no pudiendo pagar para mejores ubicaciones en los teatros, morían por verlo y escuchar de él extasiadas desde las partes altas de las graderías su inolvidable “Amor Eterno”. Como a Pedro Infante, el pueblo mexicano y el de América han inmortalizado al único e incomparable Juan Gabriel.