La gente ha salido a las calles en todo Brasil pidiendo que la presidenta Dilma Rousseff, con 8% de aprobación, sea destituida. La razón es conocida: corrupción a todo nivel en el gobierno y en el oficialista Partido de los Trabajadores (PT); sin embargo, para que así sea debe haber previamente un impeachment o juicio político en el Congreso que tendría que investigar si la presidenta está inmersa en la comisión del delito de malversación o corrupción en su segundo mandato que, por cierto, va en su octavo mes de gestión; de surgir evidencias o pruebas contundentes sobre la responsabilidad de Rousseff, su suerte sería decidida con votos en el Congreso, casi siempre la Cámara de Senadores; sin embargo, la situación es tan compleja como en la Cámara Baja, la de los Diputados, presidida por el líder evangélico Eduardo Cunha, exaliado de la presidenta que acaba de romper con la alianza alegando que buscan involucrarlo en el escándalo de la empresa Petrobras.

Brasil, el gigante y poderoso estado sudamericano que limita con casi todos los países de la región, no se merece el momento político que está viviendo. El proceso de desaceleración de su economía sigue en picada y la inestabilidad a todo nivel se ha convertido en el día a día en esta nación clasificada como una potencia intermedia en el sistema internacional, a diferencia de sus vecinos que son estados periféricos. La caída de Dilma no será fácil pero si sucede, como a Fernando Collor de Mello en 1992, habrá terminado la era del izquierdista PT, modificándose el tablero de las tendencias políticas en la región.  

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