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Quienes cometieron los recientes atentados en Turquía, Alemania y Suiza no pertenecen, por lo menos formalmente, a ninguno de los grupos terroristas que vienen operando en el Medio Oriente. Pero aunque actuando por su cuenta y sin ninguna ayuda externa, sí están convencidos de que lo hacen conforme los objetivos y fines de esas organizaciones. Son, entonces, invisibles e impredecibles, y terminan burlándose hasta del más sofisticado mecanismo de seguridad. Se trata de los lobos solitarios, actores unilaterales que no muestran ningún nivel de conexión o de coordinación con los grupos terroristas. La primera enorme complejidad que deben afrontar los servicios de inteligencia más sofisticados es que está resultando muy difícil identificar a tiempo quiénes sí y quiénes no son terroristas. No es que las acciones de los grupos extremistas organizados se hayan detenido o que se les deba soslayar. No. Sucede que en esta nueva etapa de la comunidad internacional en que se han producido desplazamientos de grandes oleadas de migrantes por la barbarie de la guerra en Siria e Iraq, principalmente hacia Europa, ha cambiado el mapa de enfoques, prioridades e intereses, por ejemplo de los propios europeos, que se han sentido menoscabados por la paz con la que ya no cuentan, pero sobre todo por la aparición de personas con una carga de resentimientos debido a la intolerancia europea para aceptarlos. Así, dado el incremento y eficacia de las acciones terroristas aisladas -de menor esfuerzo operacional o logístico y de enorme impacto psicosocial-, los jefes de los grupos articulados han llamado exaltando a todos sus seguidores a que, en el lugar donde se encuentren, actúen con la misma convicción y sin límites, agravando la acción para contrarrestarlos.