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El 29 de junio de cada año, la Iglesia celebra la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, en la que los católicos damos gracias a Dios por ambos apóstoles, a cada uno de los cuales Jesús les encomendó una tarea particular. A Pedro lo eligió como cabeza visible de la Iglesia y las Sagradas Escrituras tienen varios testimonios de que, desde los inicios, los demás apóstoles reconocieron en él esa autoridad y principio de unidad. La misión de Pablo, por su parte, se sintetiza en las palabras que Jesús dijo sobre él: “Ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel” (Hch 9, 15). Después de cumplir fielmente su misión, Pedro y Pablo murieron en Roma. El primero, crucificado; el segundo, decapitado. Ambos dieron la vida por Jesús y el Evangelio.

En la posición especial de Pedro entre los apóstoles tiene su origen el ministerio del Papa (Youcat, 92) que, al igual que el del apóstol Pablo, tiene su fuente y su fuerza en el amor de Dios que ha querido dotar a su Iglesia de una Cabeza visible que la guíe en su peregrinación por este mundo hacia la plenitud del Reino de los Cielos, y la conduzca también en la misión de anunciar el Evangelio a todas las gentes. Así el Papa, obispo de Roma, es el “siervo de los siervos de Dios” y preside a la Iglesia en la caridad. Por eso, en la misma fiesta en que celebramos a ambos apóstoles celebramos también el Día del Papa, con cuyo motivo en todas las comunidades de la Iglesia Católica se hace una colecta que es enviada a Roma para que el Papa la destine a obras de caridad. Es el llamado “Óbolo de San Pedro”, una parte del cual es enviada por el mismo Papa al Perú para ayudar, por ejemplo, a nuestros hermanos de la selva en la que se hallan los vicariatos apostólicos. Esta colecta es una ocasión privilegiada para contribuir con el papa Francisco y, con él, ayudar a nuestros hermanos más pobres y necesitados.