Como cada 28 de agosto, Tacna celebra su reincorporación al Perú y le saca lustre al título de Ciudad Heroica, pero pocos conocen la historia de cómo se ganó a sangre y fuego semejante distinción.
Por Gastón Gaviola (@gastongaviola)
Hay una película peruana que se estrenó el año pasado. Gloria del Pacífico se llama; me parece que es el primer gran acercamiento de nuestra industria al cine épico. Si bien la película gira en torno a la defensa de Arica por un puñado de héroes condenados, todo el hilo conductor lo lleva el personaje de Reynaldo Arenas, veterano y sobreviviente del morro, que ya enfermo y anciano, sigue viviendo en Tacna, cautiva luego del Tratado de Ancón.
Desde su lecho de agonía recuerda toda la epopeya de la Guerra. Es el año 1929, y la puerta de su casa luce grandes cruces negras, pintadas por vándalos que han marcado la casa como peruana, en un barrio ocupado casi en su totalidad con vecinos chilenos. Se llamaban “los mazorqueros”, y por las noches vandalizaban las casas de los tacneños fieles aún al Perú. En el colegio nos enseñaron que a esto se le llamó la “chilenización de Tacna”, y consistía en el acoso sistemático a todos los vecinos que se negaron a irse de sus casas una vez que Tacna, Arica y Tarapacá pasaron a la administración chilena.
Se negaba el ingreso a los colegios a los hijos de los peruanos. Jorge Basadre debió, por ejemplo, estudiar a escondidas en el colegio clandestino Santa Rosa, que funcionaba en una casa a puertas cerradas. Se suprimieron los periódicos peruanos y solo circulaba el diario “El Pacífico”, de editorial chilena. Le cambiaron de nombre a las calles y avenidas, reemplazándolas por las de festividaes y héroes del sur. Se proscribieron las fiestas de celebración nacional. La gobernación prohibió celebrar nuestras Fiestas Patrias desde 1900.
Los hombres no conseguían empleo en las empresas públicas ni privadas. Y si tenías entre 20 y 45 años, te enrolaban por un año, destacado en Santiago para servir en el ejército. Se clausuraron templos, parroquias e iglesias. Los sacerdotes no podían tocar “el asunto peruano” en sus sermones, y los servicios religiosos se debían dar en casas particulares, si es que no te llenaban de rocones las ventanas.
La bandera con la estrella solitaria ondeaba en todos los edificios y plazas públicas. Y los tacneños estaban obligados a descubrirse de sombrero y saludar a la enseña chilena. Allí nació aquello de “un saludo a la bandera”, como sinónimo de hacer algo sin sentido ni importancia alguna. Me parece una tontería que mantengamos la costumbre, pero al menos sabemos que tenía sus motivos para nacer.
Y así fueron pasando, diez, veinte, cuarenta años, medio siglo, hasta que se llegó a 1929. Se cumplían los 50 años de la ocupación. La idea en Santiago era que la chilenización rompiera el espíritu y la identidad de los tacneños. Ellos, que todos los días cruzaban la frontera para ir al colegio, al mercado, a la oficina, la iglesia, el hospital. ¿Se imaginan vivir así por cincuenta años? Vivir así tú, luego tus hijos, luego los hijos de tus hijos. Te echan abajo los cristales de las ventanas de tu sala, los vuelves a poner (posiblemente tras mandarlos a comprar en Arequipa); ponen cruces negras en tu fachada, la vuelves a pintar. No dejan que inscribas en los registros a tu hijo, lo anotas con el curita que hace misa a escondidas en el patio de tu vecina.Y así un largo etcétera.
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Me gusta la ilustración. No está triste ni abatido. Ni parece necesitar que le aclaren que no hay que bajar los brazos, ni tener confianza. El que ha tenido que quitarse la boina cada vez que pasaba un carabinero. Tiene el gesto sereno, mientras saluda con su gorra. Como si con él no fuera lo del cautiverio. Abraza la bandera con la otra mano. La aprieta contra el pecho. A lo mejor creció escuchando la historia de su padre, que peleó en el Alto de la Alianza y le contaba viendo caer la camanchaca, del coraje de las trincheras, o la carga desesperada por la pampa del Intiorko, acompañando al taita Cáceres, porque allá en el valle estaba la casa, con sus buganvilias derramándose por los techitos de mojinete. Con la madre, la mujer y los hijos subidos en la azotea, con el corazón encogido con el ruido de cada cañonazo.
O a lo mejor esa bandera es igual a la que sostenía el abuelo alistado en el batallón Artesanos de Tacna en el morro. Un soldado como Danilo Sánchez Lihón, que le escribía a su esposa: “Amor mío, cuando crezcan nuestros hijos háblales que si no vuelvo ni estoy con ellos, la razón es que su padre quiso que vivieran en un país con dignidad y eso lo conquistaremos hoy día. Y esa es la razón de esta partida. Ganaremos para siempre aquí el ser dignos (...) Muchos de nosotros seremos cadáveres dentro de algunas horas”.
Y vuelvo a la mujer del afiche. La que sale abrazando a su hijo, levantándolo ella también orgullosa para que vea el futuro con la dignidad que ha conquistado la sangre de otros tacneños. Ya vas a ser peruano, hijito. Ellas se ganaron el derecho a puro pulso de llevar la bandera peruana hasta hoy durante cada ceremonia del Paseo de la Bandera. La presencia del Comité de Damas de Tacna garantizaba que la ceremonia no acabara en un baño de sangre entre tacneños y mazorqueros exacerbados.
Tengo acá una segunda foto. Es de la procesión de la bandera. Nótese el carácter grave del asunto. Es 1901 y tras mucha pelea, se logró el permiso para sacar en procesión nuestra enseña por Fiestas Patrias. Todos los que marchan lucen de riguroso luto. El abanderado es un veterano del Artesanos de Tacna.
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Llegó finalmente el 28 de agosto de 1929. Tacna regresaba al Perú tras un plebiscito en el que pese a la ocupación de los vecinos del sur, se impuso que la provincia cautiva regresa a nosotros. No los quebraron.
Viví varios meses en Tacna hasta finalizar el verano del año pasado. Hice muchos amigos buenos y qué les puedo decir, me encanta Tacna. Tengo un pisco de Magollo que me regaló un hombre bueno, tacneño de toda la vida. De esos abuelos que cuando me veía llegar 9 o 10 de la noche hecho polvo al hotel donde vivía, solía darme compañía y conversación en la barra de su bar. Para no extrañar, me decía, y nos servíamos unos generosos chilcanos. Un día, presintiendo, me esperó con una botella de su pisco personal, destilado en las mismas chacras de Magollo, me dijo. Y allí lo tengo, para ocasiones como esta. Mientras nos echamos esa polka que dice “trabaja, vive y goza y en sus noches, hay sueños de esperanza y de pasión”.
Me gusta cómo se emocionan con la llegada del 28 de agosto, que intuyo, lo sienten como sus verdaderas fiestas patrias. No les han regalado el título de Tacna, Ciudad Heroica, ni aquello de que en Tacna empieza el Perú. A ellos nunca les han dado nada gratis, y creo que por eso me caen todavía mejor. Mis amigos tacneños. Feliz día, Tacna.