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La gran crisis política que estamos viviendo extiende mantos de sospecha sobre todos los que han desempeñado cargos de gobierno o de representatividad en el presente siglo. Nadie se salva, ni a la derecha ni a la izquierda. Parece muy lejano el gobierno de transición de Valentín Paniagua, cuando todas las ilusiones de saneamiento moral se activaron y se justificaron las esperanzas, puesto que sin Fujimori ni Montesinos, la dupla que con su corte de obsecuentes sinvergüenzas pretendió llevarse al país en peso, se podía refundar moralmente al Perú después de diez años de latrocinio organizado.

Hoy afrontamos el escándalo de corrupción más grave del presente siglo. Con la colaboración eficaz de Jorge Barata, la cabeza visible de Odebrecht en el Perú, conoceremos todas las maniobras siniestras con las que compraron conciencias al más alto nivel para obtener sus millonarias ganancias. El “Lava Jato” está en su momento cumbre y amenaza con un terremoto político y social que destruirá a políticos, partidos e instituciones. Al abordar el tema emerge la indignación, la rabia y la humillación por la traición a la confianza. Y también la duda respecto a fiscales y jueces que deberán portarse a la altura del desafío para desterrar la impunidad y castigar la corrupción de Odebrecht, OAS y compañías consorciadas. La economía se puede descontrolar cuando el barco de la democracia está inestable y hasta el Presidente es tocado por las denuncias. Las actividades están paralizadas, jaqueadas por la incertidumbre. Necesitamos una respuesta social que no se vislumbra todavía mientras el Gobierno y el Parlamento siguen atacándose. No ven la marea negra que se cierne con posibilidades reales de deslegitimar a quienes representan el sistema político y la democracia. Nada bueno se anuncia, porque a la espera de lo que diga Barata estarán los pescadores antisistema que querrán pescar en este río tan revuelto.