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La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) rebajó esta semana las expectativas de crecimiento de la economía peruana a menos del 2.5%, y con tendencia a seguir bajando. Es muy posible que termine el año más cerca del 2% y, a pesar del desesperado esfuerzo bañado de keynesianismo de incrementar el gasto público, lo más probable es que el año que viene sea algo por el estilo, con lo cual, definitivamente la tasa de crecimiento de la década que termina significará un retroceso notorio frente a las dos décadas previas.

Por otro lado, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) acaba de reportar que, entre 2016 y 2018, más de 3 millones de peruanos sufrieron hambre en promedio por año. Cifra que supera los 2.8 millones del promedio del trienio entre 2013 y 2015. Sí, eso significa que la hambruna se ha venido incrementando en esta década, con particular énfasis desde el gobierno de la dupla Kuczynski-Vizcarra.

Entre tanto, el riesgo país amenaza con subir, con lo que Perú podría perder el grado de inversión. Y en el sentir de la calle, desde panaderos a taxistas ya sintieron cómo este año “la cosa ha caminado lenta”. El Gobierno, entre tanto, busca medidas efectistas para “reactivar la economía” mediante un shock de gasto para “verse mejor” en las cifras. Algo similar a inyectarse un cóctel de esteroides para verse mejor en la foto de una fiesta en la playa en el verano. Todos sabemos que los efectos colaterales adversos aparecerán más temprano que tarde.

Y es que la economía no se reactiva por decreto, sino que la performance económica de un país es la resultante de un adecuado clima de inversión, el mismo que depende de la existencia de una institucionalidad creíble y de la inexistencia de inestabilidad y ruido políticos. Lo demás son fuegos artificiales.

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