Hace dos semanas vivimos la incertidumbre y la angustia de las protestas callejeras, el vandalismo y la represión y varias horas seguidas sin autoridad. Ni presidente de la República, ni primer ministro ni gabinete. La anarquía y la desolación reinaban cuando  Francisco Sagasti, elegido presidente del Legislativo, fue puesto en  Palacio de Gobierno.

Pero el peligro no ha terminado. Nuestro país es uno de los más desiguales en el continente más desigual del mundo que es América Latina. Una de las regiones más golpeadas por la pandemia global y el Perú el de peor ejecutoria en salud y economía. Cómo no esperar reclamos y reivindicaciones masivas, embalsadas, cuando el desempleo y la muerte han roto familias y empresas y dejado en el desamparo a cientos de miles de peruanos. Rebalsada la resiliencia la gente sale a protestar por aspectos que lamentablemente no pueden solucionarse de un plumazo, ojalá fuera fácil. El Perú al borde del colapso sanitario exhibe falencias fundamentales para la convivencia pacífica en una democracia  que debemos defender a toda costa en su existencia y estabilidad a comenzar por el mínimo respeto a las instituciones.

En el desorden vivido ha surgido el clientelismo fácil y la búsqueda de  apoyos  políticos  a  cambio  de votos y otras distorsiones y corrupciones que proliferan en etapa preelectoral. Estamos librados a la manipulación mediática y política tan difícil de contrarrestar. Lo que queda es impedir que se repita esa semana trágica para lo cual necesitamos respetar la ley y demostrar lealtad razonada a las instituciones que protegen la paz social. Entre ellas la Policía Nacional.  Nunca puede eliminarse el peligro de alteraciones sociales por intereses coyunturales y de grupo. La convivencia solo es posible cuando se respetan los derechos básicos y las libertades. No podemos acostumbrarnos a estar al borde del abismo. Es el momento de la racionalidad responsable.

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