En el Congreso de la República siguen estando presentes el multipartidismo, la fragmentación de las bancadas parlamentarias sumada a los problemas de liderazgo desde la oposición, la falta de espíritu de cuerpo e individualidades entre los legisladores. El común denominador a todos ellos es la crisis de representatividad política, el virus letal para cualquier asamblea nacional. La conformación del pleno no es el resultado de un proceso electoral con voto preferencial, sino la consecuencia de consolidar en un hemiciclo a los partidos que logran identificarse con las provincias de la región que representan.

Cada región elige a sus legisladores con la finalidad de llevar su voz y estar pendiente de cualquier decisión política oportuna o contraproducente. Cuando los congresistas fiscalizan al ejecutivo para que promueva el empleo, mejores servicios de salud, educación y las medidas adecuadas captar la inversión privada, entre otras políticas, se establece una conexión con los ciudadanos. En otras palabras, cuando los ciudadanos se identifican con las declaraciones, posición y actuar de sus congresistas en el parlamento, la representación política goza de buena salud.

Si bien es justo decir que existen notables excepciones en cada bancada, en especial de congresistas jóvenes, y al margen de la presentación de un proyecto o aprobación de una ley en favor de una región (canon, nueva provincia o universidad nacional), la representación política gira alrededor de agendas particulares e intereses tan difusos como a la orden de cualquier grupo de presión. Por eso, si la imagen congresal hacia afuera se construye a partir de la repercusión de los titulares del periódico, por dentro se trata de un foro que agrupa un conjunto de intereses individuales y corporativos. De esta manera, resulta difícil cohesionar los partidos afines ideológicamente, pues, dentro de cada uno existe un plan personal o proyecto personalísimo.