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La Santísima Trinidad es la fuente de toda vida y la luz que ilumina todos los misterios de la fe cristiana, que no pueden ser conocidos si no son revelados por el mismo Dios (CEC 234-237). El misterio de la Santísima Trinidad nos ha sido revelado en Cristo, quien se manifestó como Hijo del Padre, uno con el Padre (Jn 30), y anunció el envío del Espíritu Santo. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, el único Dios verdadero, el Dios Uno es, al mismo tiempo, tres personas distintas pero de la misma naturaleza o substancia. No es que la divinidad esté repartida entre las tres personas, sino que cada una de ellas es enteramente Dios. No son tres modalidades del ser divino sino tres personas reales y un solo Dios verdadero (CEC 253-254).

Dios es amor (1 Jn 4,8), y como el amor es expansivo, es decir que no se encierra en sí mismo, Dios no es un ser aislado sino comunión interpersonal perfecta. Aun más, sólo Él es la fuente de toda comunión verdadera. Ahora bien, este único Dios, uno y trino, movido por su amor, creó al hombre, varón y mujer, para que viviéramos en comunión con Él y en comunión entre nosotros y con la entera creación. “Quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4,16); por eso, en la perícopa sobre la vid y los sarmientos que nos transmite el evangelista Juan, Jesús insiste varias veces en decir a sus discípulos “permanezcan en mi amor” y continúa diciendo “ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15). Sólo quien permanece en el amor de Dios puede amar a los demás y sólo quien ama a los demás tiene vida eterna; en cambio, “el que no ama permanece en la muerte” (1 Jn 3,14). Dios es la fuente de la comunión y la fuente de la vida. Permaneciendo unidos a Él, como los sarmientos a la vid, comenzamos a experimentar, ya en este mundo, la vida eterna.