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El bicentenario ofrece a los jóvenes peruanos la oportunidad de compartir una visión de futuro que restaure el liderazgo peruano en el Pacífico Sur. La restauración del liderazgo peruano tiene que ser el gran móvil que anime a los jóvenes del bicentenario. Este liderazgo no solo debe ser económico o institucional. No basta con un liderazgo tecnocrático. Para cumplir con la trayectoria y el destino del Perú es preciso que la dimensión económica e institucional se plasme en un liderazgo moral y, por tanto, político. El Perú, se ha dicho siempre, es la nación primogénita de América del Sur, pero esta primogenitura ha sido traicionada numerosas veces por un triste plato de lentejas. Esto nuestros jóvenes del bicentenario lo tienen que cambiar.

La recuperación del liderazgo ético y político pasa por la conciencia de eso que Víctor Andrés Belaunde llamaba “trayectoria y destino”. Es imposible saber a dónde vamos si no conocemos el origen de nuestro camino. Por eso la generación del bicentenario no debe ser, como algunas de sus predecesoras, rupturista con el pasado. No debe abrazar el adanismo político. No tiene que despreciar a los mayores y no ha de cometer el error de sostener que es “una generación sin maestros”. Lo correcto es elevarse sobre los hombros de los que pelearon antes que nosotros.

Continuar con la trayectoria para lograr el destino del Perú es la gran tarea de la generación del bicentenario. Los jóvenes peruanos, aún no contaminados por una educación filo-izquierdista, todavía cristianos, son contrarios al terrorismo marxista y al relativismo progre-liberal. Pero una educación disolvente que invierte los valores puede castrar a la generación del bicentenario y convertirla en otra falange de mediocres incapaz de preocuparse por los demás, concentrada en sus intereses económicos o, lo que es peor, lobotomizada por la utopía de la revolución.

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