Los rostros de adolescentes con cara de niño trasformados en feroces sicarios y delincuentes ya son fotografías frecuentes en los medios. Unas recientes me impactaron de forma tal que volví a cuestionarme qué hemos hecho -y dejado de hacer- los de mi generación. Creo que a nosotros nos toca responder por qué hemos dejado que estos jóvenes abandonen sus sueños de una vida digna a cambio de encaminarse por los senderos del delito y la muerte. Tampoco creo que sea cuestión de recurrir a las fórmulas ya conocidas contra la inseguridad ciudadana. Esas que hacen cada cierto tiempo que la Policía monte espectaculares operativos y ofrezca resultados -capturas de bandas-, cuando es lo que debería hacer cada día. No. La herencia que estamos dejando en la generación que convivirá con la de nuestros hijos y nietos tiene raíces más profundas, ha demorado mucho en degenerarse aquello que tardará mucho en regenerarse. Los sicarios de hoy son los hijos del Piscoya, el tipo ese que vimos en las imágenes de una cámara de seguridad dándole una golpiza a su mujer desnuda (y drogadicta) en la puerta de un hostal de mala muerte. Y el Piscoya y la drogodependiente son a su vez hijos que quizá no conocieron a su padre, un borrachín que iba haciendo hijos por el camino con aquellas a las que optamos por llamar madres solteras. Cuando destruimos la familia bajo pretexto de cucufatería, cuando confundimos matrimonio con un contrato bajo la excusa de la modernidad y del amor libre, cuando le privamos al niño de un entorno familiar educativo en valores y el deber de honrarlos. Cuando asumimos que libertad era librarse de compromisos y responsabilidades. Cuando perdimos la perspectiva del largo plazo. Ojalá que junto a este fracaso también le heredemos a nuestros hijos la visión y paciencia de ir colocando ladrillo tras ladrillo sobre una reconstrucción social que la vida no le alcanzará para ver pero que sus hijos y nietos seguirán levantando con esperanza.