El descontento impregna todos los ambientes, el malestar es evidente y no solo en el Perú, en el mundo. Las democracias están en problemas por la pandemia que ha causado dolor y pobreza y por el deterioro económico que ha traído desempleo y bloqueo productivo. Nadie está satisfecho y menos feliz.
Todo lo que sucede o se decida tendrá cuestionamientos, hay malestar en y con la política. La gente en las calles grita NO a casi todo, ambiguo e inespecífico sin que se pueda vislumbrar lo que quieren. Ni Merino ni Vizcarra solo NO a todo proyecto político que se emparente con la política tradicional o con la corrupción o con los muertos por la pandemia o con el desempleo masivo o con la Constitución o con las leyes que perjudican a los trabajadores. Un solo grito, un estado de ánimo rupturista. Incluso la defensa de la vida deja de ser prioridad cuando las protestas ocupan todo el espacio físico y mental. Lamentable la ausencia de advertencias claras sobre las consecuencias de la aglomeraciones que ponen en riesgo la vida y la salud de todos incubando una segunda ola de la pandemia como sucedió en España. No queremos el camino de los chilenos de la protesta permanente con alto costo en agitación y anarquía. La vaguedad es lo contrario de la propuesta. El reclamo contra la crisis por la crisis es altamente riesgoso para la democracia y para la salud. Una patología que ninguna medicina podrá tratar, afrontar o curar por la variedad de sus síntomas compartidos: indignación, rabia, dolor y pena. La ideología del descontento en acción. Quienes quieren nueva constitución tendrán que esperar a las elecciones de abril, nequienes quieren nuevo gobierno también. No necesitamos un gobierno de fuerza que sería gravísimo. O defendemos la democracia y sus instituciones a través del diálogo o aceptamos la violencia antisistema insertada en la protesta legítima.