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Es una línea difícil de trazar la que divide lo que corresponde a la política y lo que corresponde a la religión. Es difícil porque la vida real no es como en la teoría, donde con abstracciones pueden crear compartimientos estancos. En la realidad todo está superpuesto y mezclado. Por eso, no me extraña que el cardenal Juan Luis Cipriani haya recibido, a lo largo de su encargo, acusaciones de actuar como político. Y no me extrañará que los nuevos líderes de la Iglesia católica, el cardenal Pedro Barreto y el arzobispo Carlos Castillo, sean objeto de las mismas acusaciones. Naturalmente, los señalamientos vendrán de las orillas opuestas en términos políticos, no religiosos. Es fácil darse cuenta de quiénes están de un lado y quiénes del otro, pero apena sospechar que a ninguno de estos les preocupa la salud de la iglesia, por más que digan que, por ejemplo, denunciar los abusos sexuales sea hacerle un bien a la institución. El interés de preocuparse por lo que dicen o hacen estos prelados radica en que sus puntos de vista abonan a favor o en contra de las posiciones políticas, no religiosas, de sus críticos. Estas posiciones políticas, qué duda cabe, pueden ser legítimas, pero no les importa si en ese proceso deterioran la imagen de la iglesia, que termina siendo una herramienta de la lucha política. Y allí ya estamos mal. Es verdad que, en buena parte, este manoseo de la iglesia responde al uso del púlpito (o del cargo) para entrometerse en temas de coyuntura, lo que les da licencia a sus críticos para el cuestionamiento. Ya la iglesia tiene hoy suficientes problemas en su reputación, que resulta un exceso que prelados como Cipriani o Barreto, con lo que representan, tengan que decir algo a favor o en contra, respectivamente, del indulto a Fujimori, por ejemplo. En las cárceles hay miles de ancianos en peores condiciones que el exdictador por los que nunca dijeron nada. Sus líderes no deben prestarse a este juego donde la iglesia es usada.