GF Default - Imported ANS Video id=8fad72e5-655c-428e-943a-9ce73bbf09d3
GF Default - Imported ANS Video id=8fad72e5-655c-428e-943a-9ce73bbf09d3

La semana que se fue se ha evitado discutir la posibilidad de eliminar la inmunidad parlamentaria, que los congresistas archivaron desesperadamente porque iba a ser el final de un importante número de padres de la patria. Lo hicieron por su sobrevivencia política y/o penal. Lo voy a explicar. La inmunidad históricamente es una institución del derecho diplomático para proteger a aquellos que cumplen la función de representación del Estado en otro y su origen se halla en la Paz de Westfalia de 1648. Hallándose en el exterior, y por la alta función de representación de su Estado, los diplomáticos deben ser protegidos de cualquier acción de jurisdicción en el Estado en que se encuentran. Esa es la razón jurídico-política que la sustenta y justifica. Con el desarrollo parlamentario, sus representantes (asambleístas, diputados, senadores, congresistas, constituyentes, etc.) ampliaron la prerrogativa para protegerse. Aprovecharon que contaban con la función legislativa como intrínseca, es decir, la facilidad para aprobar leyes y la inmunidad la decidieron a su medida, y más si acaso cumplían el objetivo de escudarlos frente al derecho y la justicia atentos a sus vulnerabilidades. Esa es la verdad. Hay que derogarla, y esa será la señal del inicio de su propósito de enmienda para recuperar la confianza del pueblo. Pero también han dejado entrever discutir la inmunidad presidencial. Martín Vizcarra, nuestro mandatario, a mi juicio, ha sido extraordinariamente generoso al decir “… que se discuta, no tengo ningún problema…”; sin embargo, la inmunidad presidencial no se discute, pues es pétrea y garantista in extremis. No es un capricho que el jefe de Estado no puede ser acusado durante su gobierno salvo de traición a la patria, impedir las elecciones o cerrar el Congreso (Art. 134° de la Const. de 1993). La razón es que el Derecho así lo garantiza por la gobernabilidad y la estabilidad de un Estado; además, el Presidente es el único ciudadano que personifica a la Nación. Muchos pueden representarla, pero solo el Mandatario personificarla, es decir, la Nación y el Estado peruanos quedan humanizados en la persona del Presidente, y esa realidad, recogida por el Derecho, debe ser preservada durante su gestión gubernamental.