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Una de las paradojas más inquietantes de esta segunda vuelta la constituye, sin ninguna duda, la correlación de fuerzas legislativas alcanzadas por los dos grupos políticos que ganaron su derecho al balotaje.

Las cifras ya conocidas (73 escaños para Fuerza Popular y 18 para Peruanos Por el Kambio) deberían ser, si no lo son ya, el punto de flotación sobre el que debería girar el análisis del elector para definir su voto.

Hasta ahora, lo que se ha esgrimido, más como chantaje político que como una reflexión producto de la coherencia, es que otorgarle a Keiko Fujimori la Presidencia es brindarle el poder absoluto, la llave para la decadencia moral y política del país, el pasaporte al estropicio vergonzoso de los 90.

Del otro lado, lo real e incuestionable es que PPK es la tercera fuerza parlamentaria del próximo Legislativo. Ni siquiera la segunda. Es decir, un eventual triunfo de Kuczynski implica el infortunio de obligarlo a sentarse a negociar con otros grupos políticos. Peor aún, significa condenarlo a tratar con aquellos a los que acusó de ser una dinastía que trata al país como una piñata de feria, que -según él- tienen sus formas autocráticas vigentes y sus vicios dictatoriales listos en la mochila de la historia.

De ganar, entonces, ¿cómo haría PPK para emitir las leyes que le abrirán las puertas de la gobernabilidad si la llave la tienen sus ahora enemigos políticos?

En ese escenario, arrinconado por las circunstancias, bebiendo las mieles de un triunfo pírrico, PPK estaría obligado a un cogobierno con FP. Tendría que abdicar de sus adjetivos, quizá ofrecer disculpas para allanar el camino de la reconciliación y resignarse a su verdad. Es decir, si gana, PPK será como el equipo que depende de otros resultados para campeonar: necesitará que el fujimorismo le extienda la mano.