Estos días de Semana Santa son especiales para el recogimiento y la reflexión. Vivimos el drama del Covid y su altísima mortalidad y la decepción de la clase política tan cerca de las elecciones que se darán en situación nacional extrema. No hay lugar para políticos que no acreditan capacidad ni compromiso real para enfrentar tan grave crisis. No tenemos muchas esperanzas en el gobierno que vendrá y la desconfianza invade a más de un tercio del electorado. Con los partidos en crisis los nuevos profesionales de la política no dan la talla ante las enormes demandas. No solo está la pandemia y sus crisis sanitaria y económica, también la corrupción visible y ubicua. La grande, la mediana y la chica alcanzan nueva significación política especialmente por su repercusión mediática, particularmente en la televisión que quita y da legitimidad, ahora esquiva para la mayoría de candidatos. Y la autoridad moral se revela fundamental, las sanciones colectivas se imponen a quienes siendo buenos oradores como Salaverry y Guzmán, sin credibilidad, se pierden frente a oradores mediocres. La corrupción tiene la mayor reprobación social, el rechazo a la impunidad determina que la representación en crisis torne más difícil la decisión electoral. La ideología ya no juega un papel de relevancia. Ocupar puestos importantes en el aparato estatal -por elección o por designación- exige una legitimidad distinta guiada por la honestidad y el compromiso con el bienestar de todos. El Estado como un medio y no como un fin. Recordando a Machiavello los gobernantes deben ser príncipes y no tiranos. Los primeros piensan en los intereses colectivos y los segundos en los intereses propios y de grupo. La exigencia es no votar por quienes quieren el voto popular para usufructuar el poder como un botín. Y están a la vista. No queremos al Club de los Lagartos nuevamente en el poder.