Mientras el mundo continúa sacudido por el nuevo Covid, en el Perú la inestabilidad, la preocupación y el descontento se enseñorean y la crisis no da tregua ni en la economía ni en el desempleo ni en la delincuencia. Pedro Castillo, muy maltrecho por su procelosa ejecutoria mediática, no acierta una. Dice que está aprendiendo a ser presidente, pero sus avances o están muy ocultos o no existen. Cambiar el gabinete ha sido una oportunidad perdida. La indignación por la incapacidad de algunos de sus miembros y por la trayectoria nada ética del Primer Ministro, reactiva la crisis. Todavía Pedro Castillo no comienza a gobernar y las voces por la vacancia se multiplican y ya no son ideológicas sino de desahucio. Ni quienes le dieron el voto ahora encuentran sentido a su elección. Debe descartar ese entorno tóxico que parece efectiva arma letal para el suicidio y aunque Castillo se victimiza no cesa de dispararse a los pies. Más seis meses de desgobierno con inmovilización y ausencia de autoridad. El escenario se ha llenado de críticas incluyendo la de sus antiguos defensores morados. Entre las urgencias sociales y económicas y un ómicron felizmente atenuado, surgió una esperanza de rectificación pero nada sucedió y el escenario es más grave, marcado por la renuencia a convocar a los mejores profesionales que sin ideología de por medio podrían ayudar al gobierno y al país. El inquilino de Palacio, ciego y sordo a las realidades, está cercado y no escucha el estruendo de su populismo fallido. La pandemia ha dejado lecciones, la primera que el virus no haga de las suyas, la segunda no engañarnos, no ocultar a los muertos bajo la alfombra. El riesgo está en dejar que continúe el vacío de autoridad y de decisión. Hay un país y una sociedad a gobernar y el balón está en los predios del Congreso.