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La abrupta llegada de casi medio millón de hermanos venezolanos al Perú ha generado una problemática sin precedentes en los últimos tiempos.

El más mínimo análisis del derecho internacional e incluso de la mera solidaridad humana nos obliga a pensar que cerrar las fronteras -al fin y al cabo, líneas imaginarias- a un grupo humano que literalmente muere de hambre no es aceptable.

Ahora bien, también es cierto que el éxodo venezolano hacia nuestro país no afecta a todos los peruanos por igual: la gran mayoría de ellos no ingresa a sectores formales, sino que, presas de la desesperación, buscan ganarse aunque sea unos soles en un país donde ser formal es tan caro como imposible para muchos.

Así, son las clases más bajas las que deben competir, al fin y al cabo, con la mano de obra venezolana que, víctima de la necesidad y el hambre, trabaja en sectores informales, donde no existe derecho laboral que proteja a su “competencia” ni a ellos mismos.

Ahora bien: ese válido miedo puede calmarse de algunas formas. En primer lugar, es urgente entender que la economía no es estática, y esto significa que la entrada de una persona al mercado laboral no implica la salida de otra. Si así fuera, los peruanos que cumplen edad para laborar estarían, al obtener empleo, quitándole el suyo a un compatriota. La economía crece, los servicios se expanden y la participación en el mercado de las personas es infinita. El problema está en que, para lograr una formalización que garantice tanto los derechos laborales de los peruanos como de los venezolanos, ser formal debe dejar de ser tan absurdamente caro. Y eso exige, a gritos, una reforma que flexibilice los costos de la formalidad. Algo que, claro está, ningún político de turno, al menos ahora, se atreverá a llevar a cabo, menos en estas épocas en las que el populismo, seamos claros, es lo que manda.