Hasta que Perú Libre, el partido que dirige Vladimir Cerrón, el que lo llevó al poder, pidió su renuncia y a Pedro Castillo no le quedó otra que hacerlo de manera irrevocable, en medio de errores políticos personales y de denuncias e investigaciones fiscales por presuntos delitos de corrupción. El presidente pasa por su peor momento, nadie lo duda, pero él no quiere aceptarlo. Es una realidad sólida ante la cual se esmera en afirmar cínicamente que no hay “una pizca” de indicios que lo involucren en corrupción. Podrá negar y revestirse de una coraza que solo él cree tener, pero su fragilidad salta a la vista. Es ya un valor deteriorado del cual muchos quieren desmarcarse. La desafiliación ya es oficial ante el JNE y aunque Castillo pregone que lo hace por “responsabilidad” como presidente del país, es todo lo contrario. La ausencia de todo valor y capacidad, lo ha llevado al límite moral. Ha perdido el esencial respeto como gobernante, las calles le exigen su renuncia a la presidencia y nuevas pruebas reflejan su crisis personal y de gobierno. Lo rodea la falsedad convertida en su hábitat y está presto a toda maniobra oscura para continuar en el poder sin aceptar que sus propios votantes le reprochan su incumplimiento. Perú Libre lo amenazó con un proceso disciplinario ya que su corta militancia le sirvió para alcanzar el puesto máximo, pero no para afianzar valores de lealtad. Le recriminan el quiebre de la unidad parlamentaria y de la bancada congresal con sus invitaciones a la disidencia, además de promover dos partidos políticos paralelos dentro del seno partidario. No conoce la lealtad, tampoco la tiene con el Perú que lo padece y le exige dejar la presidencia. Cuando ni legitimidad ni confianza lo amparan, debería renunciar.