Cómo nos cambió la vida este virus hijo de Wuhan. Potencialmente, somos la muerte andante. Peripatéticos. Ya sea porque estemos contagiados de Covid-19 o porque alguien nos infeste. Las calles, mercados, paraderos, buses, combis y el Metro están llenos de enemigos públicos. Y entre todos nos miramos como apestados. Pero no hay distancia que nos separe. La nueva convivencia, que le llaman. O la nueva normalidad, que le dicen. Puros eufemismos.

Sí, claro, para muchos es normal que la gente se muera esperando oxígeno en los corredores de los hospitales. Hasta el “Ángel del oxígeno” terminó necesitando del tubo verde. Otrosí digo: Hoy más que nunca resulta irrebatible que el virus de la corrupción, que ya tiene larga data y un costo social de varios millones, allanó el camino a este coronavirus, que se jaranea en un sistema de salud abandonado a su suerte. Gobiernos tras gobiernos se burlaron de los enfermos. Y esa, a la sazón, es una modalidad solapada de traición a la Patria. 

Volviendo al primer párrafo, la guadaña bien puede traducirse en una gotícula de doble filo. Y, encima, la Organización Mundial de la Salud no descarta que el bicho también se propague por el aire. El pendenciero tiene alas invisibles. ¡Válgame, Dios! O sea, la pandemia es tan maldita que hasta respirar implicaría ponerse la mortaja. Somos una realidad oculta.

Y la secuela es que cada vez nos tapamos sobremanera la cara. Unos, a regañadientes, por vergüenza ajena, más que por protección o apego a los protocolos (léase infractores), y, otros, conscientes de que nos estamos jugando el pellejo en cada incursión en los laberintos de la capital y principales ciudades del Perú, y, de paso, darle la contra al desatinado veredicto del presidente Vizcarra, de que todos nos enfermaremos.