Causa perplejidad que dos personajes ligados a las más importantes funciones en nuestro régimen político, el contralor de la Nación y el ministro de Economía, estén cuestionados. Uno que controla el buen uso de los recursos del Estado, el otro que decide sobre su uso. Ambos definen el buen destino del dinero que producimos todos los peruanos y que deseamos tenga buen fin, siempre aplicado al interés social.Dos personajes esenciales bajo sospecha de hacer prevalecer intereses propios o ajenos a la sociedad sobre acciones públicas en las cuales solo debería contar el interés general. 

La traición ronda a los ciudadanos que creemos en el poder moral, en la corrección y en que los designados por nuestros representantes serán los mejores para pensar y actuar por nosotros. Negarse a renunciar no tiene sentido cuando necesitamos personajes decentes en cargos clave. Que cualquiera de ellos permanezca sería mortal para la democracia peruana ya atacada por la megacorrupción. Aceptar su renuncia es prevención moral y racional. No hay otra posibilidad dentro del contexto de la lucha contra la corrupción que es una instrucción actual, indispensable, total, sin fisuras ni brechas posibles. No valen prejuicios ni resentimientos, menos aún privilegios o tratos deferentes. Ambos, Alarcón y Thorne, están lesionados en su credibilidad. Tal vez uno mucho más que el otro. Pero su separación es indispensable para no concitar rechazo a presuntos intocables. Debemos proteger la superioridad moral de la democracia con lealtad a sus principios. No hay autoridad sin legitimidad ni confianza.

En esta línea rindo merecido homenaje al recientemente fallecido embajador Eduardo Carrillo Hernández. Gran amigo, reconocido luchador por la democracia y contra la corrupción, perseguidor de sueños políticos y sociales. Valioso jurista miembro de nuestra Cancillería, gran maestro de juventudes pero sobre todo decente, leal y devoto defensor de la democracia y la ética política durante el fujimorismo. Honor al honor.