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La próxima semana, el presidente Martín Vizcarra cumple cinco meses de gestión y, a estas alturas, habría que empezar a preguntarse si no está apuntando a cometer el mayor yerro político de este primer corto periodo. Porque eso de plantear una reforma política y judicial exprés, y eso de hacer eco de las voces indignadas que le piden que arrase con los malhechores, acabe con este Parlamento de porquería y no deje piedra sobre piedra de este Poder Judicial coimero y corrupto es una cosa, y otra, muy distinta, es emplazar a la mayoría fujimorista del Congreso y conminarla a arrodillarse ante su vendaval legislativo bajo la consigna de que si no te persignas y haces un mea culpa, te la verás con el pueblo. No es así de simple. Para empezar, las reformas políticas planteadas esconden un tecnicismo complejo en diversos aspectos -cuotas de género, distrito electoral, niveles de representación- y bien podrían haber sido planteadas como un objetivo hacia fines del periodo de gobierno. Un tema distinto, por lo apremiante, es la reforma judicial. En este punto, que no admitía confrontaciones ni disensos, Vizcarra pudo haber planificado un certero golpe a esa judicatura atrofiada apoyándose en la mayoría del Congreso. Y en lo otro, en lo político, avanzar pacientemente, ya que las urgencias del país pasan por la economía, la educación, la salud y la inseguridad ciudadana. Ir al choque con ánimo desestabilizador y aupándose en el grito de la calle puede ser muy simpático para las tribunas ávidas del tiki taka, pero definitivamente frustrante a la hora de ver el marcador final.