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Era domingo por la tarde y en Áncash, como en el resto del Perú, se vivía la fiebre mundialista por el partido inaugural del Mundial de fútbol México 70. El reloj daba las 3:23 minutos cuando la tierra empezó a temblar. Por 45 segundos, un terremoto de 7.9 grados sacudió la región. Minutos después, un alud generado por el desprendimiento de una franja del Huascarán enterró entera la ciudad de Yungay.

Ayer se conmemoró el aniversario número 49 del que fuera el sismo más trágico de la historia del Perú. Una ciudad borrada del mapa -aunque luego refundada a pocos kilómetros-, más de 50 mil muertos y 20 mil desaparecidos. Y, como todos los 31 de mayo, en homenaje a las víctimas del terremoto del 70, se realizó el simulacro de sismo a nivel nacional.

Hoy, lo que alguna vez fue la antigua ciudad de Yungay no es más que una hermosa planicie que sirve de lugar de peregrinaje y recuerdo de aquel trágico domingo de 1970. La ciudad había sido erigida en una zona de riesgo y, luego de la gigantesca ola de lodo y hielo, no quedaron más que cuatro palmeras y un cementerio.

Es cierto que desarrollar una cultura de prevención ante los sismos es clave para reducir los impactos de la naturaleza, pero no habrá simulacro que sirva para el 32% de la población que -según cifras del Ministerio del Ambiente- se encuentra asentada en territorio de vulnerabilidad alta a muy alta. Lo mismo va para otros impactos de la naturaleza, como los producidos por las lluvias durante el verano. A diferencia de los sismos, que no pueden predecirse con suficiente anticipación, los huaicos y las lluvias se presentan año tras año, y los estragos, aunque varían en intensidad, no dejan de estar presentes.

A pesar de lo previsible, poblaciones continúan asentadas en quebradas, como anunciando una muerte inminente, y la ejecución del presupuesto en materia de prevención de desastres a cargo de los gobernadores regionales -sí, los mismos que acompañaron a Martín Vizcarra cuando anunció la cuestión de confianza- continúa en índices preocupantemente bajos.

Tropezar dos veces con la misma piedra -o huaico, o terremoto- pareciera ya una tradición peruana.

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