A inicios de año, escuché algo que me impresionó en una conferencia de José Dextre, uno de los más influyentes líderes de la educación peruana: “la universidad sólo es tan buena como lo es la calidad de sus profesores”. Y me dejó pensando. Estaba en lo cierto como nunca antes. Lo que parecía una frase hecha, cobraba sentido en tiempos de pandemia: la interacción en tiempo real que hoy permite la tecnología, convierte en presencial la educación e-learning y ha construido una nueva presencia virtual. Y la pandemia nos permitía descubrir la esencia de la calidad educativa.
Podíamos cambiar el medio, pero el papel del maestro era insustituible. Las universidades ya no destacarían más por el tamaño del campus o por lo “chick” del lugar donde se ubicarán. Reduciendo todo al nivel que nos obligaba la realidad Covid-19, solo quedaba el profesor y los contenidos que podía elaborar y transmitir, lo que aparecía como la esencia de la calidad educativa. Una vieja tradición desde los tiempos de Sócrates.
Por desgracia, la educación en el Perú ha caído víctima de un concepto de “calidad” completamente errado. Calidad aquí se entiende como burocracia. Mientras más procesos se armen, se supone que el control de calidad sería mejor. Antes un sílabo era una hoja de ruta referencial. Hoy es casi un grillete que anula la improvisación creativa. Entonces el profesor universitario, en vez de concentrarse en mejorar sus capacidades, conocimientos y medios electrónicos para comunicar sus clases, debe destinar creciente tiempo a sumergirse en formularios y procesos que nada abonan en la calidad.
Porque será más valorado por ello que por mejorar sus grados. Al final, entiende que lo mejor es hacer clase en combo, en dosis prefabricadas que permitan cubrir los nuevos estándares. Le hemos quitado frescura y espontaneidad a la educación y con ello, calidad. Y por ello, nuestros jóvenes cada vez se atreven menos a ir más allá del power point. Reaccionemos, ese no es el camino.