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En medio de la crisis política y económica que afronta el catastrófico régimen socialista de más de 16 años, el presidente venezolano Nicolás Maduro se ha visto obligado a recortar la jornada laboral de los empleados públicos a solo dos días a la semana a fin de “ahorrar energía”, pues el racionamiento de electricidad, que se traduce en apagones de al menos cuatro horas diarias, comienza a pasar factura a quienes viven bajo la dictadura del delfín de Hugo Chávez.

Esta nueva “medida” se da en medio de un índice de inflación que el año pasado llegó al 180 por ciento, cuando hay un desabastecimiento en los mercados de más de la mitad de los productos de primera necesidad, y mientras una oposición política avanza en su intento por realizar un referéndum para sacar del poder a Maduro, quien insiste con su letanía de culpar -como buen izquierdista- a la “derecha”, a la “oligarquía” y al “imperio”.

Increíble que en medio de todo el desmadre político y económico que vemos en el hermano país, acá en el Perú hayamos tenido hasta hace pocas semanas a una agrupación política como el Frente Amplio, que jamás se atrevió a marcar distancias con los excesos del chavismo y que al mismo tiempo pretendía llevar a la práctica gran parte de su visión estatista, intervencionista y populista, que es precisamente la que ha generado la catástrofe que se vive en Venezuela.

Felizmente, los peruanos han dado la espalda a la izquierda en las urnas, por lo que esta no contará con más de 20 legisladores en el próximo Congreso. Con ello sus representantes, entre los que ya se cuenta al cajamarquino Marco Arana, tendrán poco margen de acción para tratar de concretar medidas absurdas en perjuicio de un país que en décadas pasadas aplicó otras similares (recordemos las décadas del 70 y 80) y terminó a inicios de los 90 como ya todos sabemos.

El drama que vive Venezuela bajo el régimen de Maduro debe ser servirle al mundo entero para ver a qué extremos puede llegar un país cuando aplica el llamado “socialismo del siglo XXI”, ese que inicialmente produce un bienestar artificial en las masas pero que después, cuando llega la hora de pagar la factura del despilfarro, genera que no haya recursos ni para procurar el abastecimiento de papel higiénico ni medicinas.