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El Estado tiene el monopolio de la violencia legítima y su existencia está fundada sobre el control de dicha violencia. Un Estado que se torna incapaz de controlar el hecho violento diluye una parte fundamental de su razón de ser y se debilita hasta la extinción. El control del Estado recae en el gobierno legítimo y la auténtica estabilidad institucional está basada en el equilibrio que nace del ejercicio de la violencia legítima, base de todo orden político.

Cuando el odio político debilita al Estado, entonces el control de la violencia deviene en infructuoso. Un Estado entregado a la polarización es incapaz de ejercer la violencia legítima de manera pertinente y eficaz. Por el contrario, la violencia se transforma en una espada de Damocles para el Estado debilitado, y la democracia precaria que renuncia al ejercicio del poder sucumbe ante una violencia para-estatal. El discurso rupturista socava el fundamento del poder estatal y crea un escenario en el que, de antemano, el Estado ha perdido su razón de ser. La debilidad del Estado implica el fracaso de la democracia representativa. Este es el objetivo del marxismo militante.

Sin un guardián capaz de controlar, todo está perdido. La violencia ilegítima suplanta al orden político y el caos y la anarquía se transforman en recursos empleados por cualquier colectivo ínfimo pero bien organizado. El camino del odio tiene un final trágico y conocido. El sendero del orden, la vía del Estado de Derecho, tiene que recuperarse para controlar la violencia e imponer la paz. Vivimos un combate entre los maniqueos que fomentan el odio y los demócratas que defienden la paz basada en la violencia legítima. Si vis pacem, para bellum.