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Era un cambio de aires que nos hacía falta, unos días de tregua, aunque sepamos que, terminada la visita, todo volverá a ser como antes, o casi todo. La lista de temas pendientes que nos ha dejado el papa Francisco equivale a la receta que emite el médico después de auscultarnos. El diagnóstico es el que refirió cuando dijo que “estamos fritos” si la corrupción sigue apoderándose de la clase política. La frase “La política está muy enferma” explica por qué apenas dejan la Presidencia los meten presos. Si esta es la podredumbre que encontró afuera, también habló de la que afecta a la propia Iglesia, aunque lo hizo ya en el avión de regreso a Roma. Pero lejos de estos pronunciamientos, fundamentales en la posición de la Iglesia, me quedo con tres escenas que dicen mucho más de lo que una comunidad espera de su pastor. Llevaba apenas unos minutos en el Perú cuando, saliendo del Grupo Aéreo N° 8 de Lima, iba saludando desde ese pequeño auto que escogió. Entonces, me impactó ver, a los lejos, a una policía, impecablemente uniformada, con su teléfono en la mano, persignarse al verlo pasar cuando el Papa agitó su mano fuera de la ventanilla. Luego fue esa jovencita que, tras el baile de la marinera en el aeropuerto de Trujillo, lo miraba con tanta ternura que no resistió acercársele, abrazarlo y colocar su cabeza sobre su pecho. Más tarde sería esa señora de 99 años, en cuyo cartel le pedía tocar su mano porque ya estaba ciega. “Lo vi con el corazón”, dijo. Es que por encima de esta pequeña minoría que siempre le busca tres pies al gato, es ruidosa y sabe moverse en los medios, están esos millones de peruanos que viajaron, trasnocharon, acamparon, caminaron y resistieron el hambre, el agotamiento y la incomodidad para estar cerca del hombre que representa su fe, sus creencias, su esperanza. Cada lágrima de emoción de estas personas, esos ojos humedecidos, en los lugares donde estuvo Francisco, por las avenidas por donde pasó o desde los televisores en sus casas, valieron la pena.