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Todos los medios y analistas del mundo destacan la situación diezmada del grupo terrorista Estado Islámico, pero esa apreciación puede ser muy relativa. Lejos de que su consecuencia sea la incuestionable disminución de la amenaza yihadista, lo que estamos viendo en las últimas semanas es todo lo contrario. El Estado Islámico, que ha sido expulsado de las ciudades de Alepo (Siria) y Mosul (Irak) -las había tomado en 2014 con el propósito de constituirse en espacios ideales para la fundación de su califato- y que está en proceso de repliegue por arrinconamiento, no ha dejado de ser un solo instante un gran riesgo para la paz en el mundo. Las más recientes y temerarias amenazas que ha lanzado han sido contra el papa Francisco -al que consideran un infiel-, quemando fotos con su imagen; enseguida contra el Mundial Rusia 2018 -el mayor campeonato de fútbol en el mundo al que volvemos luego de 36 años- anunciando que atentarán contra jugadores famosos como Lionel Messi y Cristiano Ronaldo; y ahora lo acaban de hacer contra el Vaticano -recinto territorial de la Santa Sede y lugar de residencia habitual del papa Francisco- anunciando que habrá acciones terroristas durante la próxima Navidad -una de las fiestas religiosas más importantes del cristianismo-. Los protocolos de seguridad y las acciones de inteligencia más sofisticados de los países poderosos de la Tierra deberían ponerle mayor atención a estos anuncios que crean un contexto intranquilizante y terrorífico a nivel mundial. Los propios voceros extremistas no han ocultado su llamamiento a los denominados lobos solitarios, que actúan por sus propios medios reivindicando un cúmulo de adhesiones sin que mantengan alguna conexión con el grupo terrorista. La amenaza es una actitud que trastoca a la paz como regla. La amenaza yihadista no es cualquier amenaza. Los actores visibles de las Relaciones Internacionales, como el Sumo Pontífice o los mundialistas, están en la mira. Por donde se desplacen, serán vulnerables. Cuidado con el exceso de confianza.