Es domingo de confinamiento social. Llamo a un restaurante para que me traiga comida. Conozco al dueño, quien me dice que debo esperar un tiempo más de lo acostumbrado. El plato será traído de su otro local, no del que siempre me sirve. “He tenido que cerrar uno”, me adelanta.

La salud es importante, por eso este empresario implementó todos los protocolos de seguridad para proteger a sus trabajadores y captar a sus clientes. Sin embargo, tras la disposición del presidente Martín Vizcarra, ha tenido que reducir la atención, así como las horas de trabajo de su personal.

No se requería mucha lógica para prever que este domingo podría ser fatal para los negocios. Miles de personas que volvieron a sus centros de labores cumplen jornadas de 48 horas a la semana. En el día de descanso, con la familia, se tendrán que acostumbrar a ni siquiera dar una vuelta al parque.

Las decisiones del Gobierno tienen esas contradicciones. Por un lado, manda a encerrar a las personas un día a la semana para frenar los contagios por Covid-19; y, por el otro, incentiva a los empresarios a no despedir a sus empleados durante la emergencia.

Sin duda, hay excepciones a la regla. En algunos comercios, el cierre de un domingo significa una leve gripe empresarial. Para otros, es una fiebre sin remedio. Tendrán que volverse a acomodar a las órdenes gubernamentales. Ojalá sobrevivan.

Esta nueva costumbre busca desafiar la tenacidad de las peruanos. No obstante, el único enemigo debe ser el virus, no la nueva medida de Vizcarra.