En los días previos a los cierres de inscripciones de las listas de candidatos te suelen llamar amigos para que les recomiendes un par de nombres que puedan ser incluidos. Les hacen falta para completar la relación, de relleno, porque ya las ubicaciones preferenciales están ocupadas, tú sabes, por los que el jefe ha escogido.

Si no tienen plata, no importa, porque los que van a invertir en la campaña son los que tienen más posibilidades. Para qué nos vamos a engañar. Lo que ahora quiere ponerse a debatir el Congreso es para guardar las formas y apariencias.

Si no se encuentra y aprueba una fórmula democrática y justa para la elección de candidatos al interior de los partidos o movimientos políticos seguiremos sufriendo las consecuencias de todos los defectos de que nos quejamos en las últimas representaciones parlamentarias.

El problema parece comenzar allí, justamente en el “menú” que los partidos ponen en la boleta electoral para que los ciudadanos escojan. Si sumamos a un electorado débil, manipulable, de escaso criterio y formación cívica, no podemos pedirle peras al olmo. Ni a las peras, ni al olmo.

La cruda realidad es el manejo de los dueños de los partidos, de los caciques, de los que la ponen, los que finalmente invierten en la campaña y, en consecuencia, reclaman después rentabilidad a su inversión. Y así hemos entrado al negocio de la cuestión pública y por eso terminan presos.

La elección de candidatos a través de las cúpulas partidarias es lo menos democrático que existe si en el cónclave se encierran una o dos docenas de amigazos para que todo quede en familia. Lo que ahora se denomina “democracia interna” no es más que un eufemismo para una actuación teatral. Una puesta en escena.