La noche del pasado jueves 13 fue convulsa, sentimientos encontrados inundaron a los peruanos, nadie quedó indiferente después de las muchas horas de atención prestadas al juez Richard Concepción Carhuancho. Y antes a la solicitud del fiscal Germán Juárez para justificar la prisión preventiva para un expresidente y su esposa.

En el país se une la indignación a la impaciencia ante una corrupción que no se sanciona. Cuando se enseñoreaba la sombra de la permisividad en los casos de Ollanta Humala y de Alejandro Toledo, un juez resuelve en sentido inesperado poniendo al Perú en los titulares del mundo.

Los medios reflejan la preocupación social por la impunidad de quienes hicieron uso y abuso del poder aprovechando el mandato popular. Ollanta Humala y Nadine Heredia están ya en la cárcel, posiblemente el juez solo ha adelantado el resultado que vendrá después del juicio oral. No hay ningún motivo para la alegría, pero sí una gran oportunidad para la reflexión, para extraer la instrucción moral y política de que nadie puede creerse súper poderoso ni está por encima de la ley. El crimen no paga.

Pero en un Estado de Derecho las garantías deben funcionar, en especial la presunción de inocencia y el debido proceso. La resolución judicial es un eficaz mensaje, pero también un arma de doble filo, les proporciona la ansiada coartada de la persecución política y vuelve a poner en cuestión la prisión preventiva que no puede ni debe sustituir a la sentencia emanada del juicio penal en que se procesan pruebas y se ejerce ampliamente el derecho de defensa. Es verdad que la mal llamada pareja presidencial acumuló motivos y razones, pero también lo es que todavía no han sido juzgados, que su culpabilidad no ha sido consagrada por sentencia y que seguramente con impedirles la salida del país hubiera sido suficiente para garantizar la justicia.

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