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Es de suponer que usted, como muchos otros peruanos, se rebana la cabeza buscando ideas para encontrarle una salida al problema de la corrupción en nuestro país. Cada día constatamos que esta ha invadido todas las instituciones y sus resquicios hasta niveles alarmantes. Excepto un sector de la prensa y un puñado de líderes de opinión publica, el resto está de una u otra forma contaminado. Comisiones, grupos de trabajo, cambio de estructuras y hasta modificaciones constitucionales podrían usarse. Papeles. Nada cambiará con el verbo escrito o hablado, porque no son las palabras o los papeles los que han ocasionado que nuestra sociedad haya llegado hasta estos niveles de descomposición. Los que han hecho esta porqueriza de la institucionalidad son personas. Son personas las que hay que cambiar, sacar los frutos malogrados y dejar los buenos. La sanción debe tener tal fuerza disuasiva que a los que los releven ni se les pase por la cabeza caer en lo mismo. ¿Y qué garantía tenemos de que quienes los reemplacen se portarán bien o mejor? Ninguna. ¿Estamos encaminados en ese proceso? Parece que no mientras tengamos un fiscal de la Nación que no ve lo obvio que resulta la inviabilidad de su gestión con las sombras que lo rodean. Obvio es también que ninguna institución ha demostrado capacidad de purgarse a sí misma. Como decimos los periodistas, entre gitanos no nos vamos a leer las manos. La crisis merece el estado de emergencia, y la emergencia reclama borrón total y comenzar de nuevo. La patria merece que por este momento dejemos de lado ideologías, perspectivas distintas de mirar la vida y la cosa pública, para concentrarnos en recuperar instituciones tutelares sanas. Esa será la única y verdadera manera de reconciliarnos. Ya hemos probado todas las formas de llegar al poder: la que venía de los dioses, las monarquías que se heredan, las que se ganan con guerras y violencia. Esta, la de la corrupción, es la última.